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26 de junio de 2011

Divulgación científica: El mito del vampiro… y la Bioquímica

Todos hemos oído hablar de los vampiros. Hasta los niños conocen perfectamente cuales son sus características gracias a la literatura y, sobre todo, al cine. Lo que no es tan conocido es el hecho de que algunas de esas características coinciden con las manifestaciones de determinadas enfermedades, entre las que destaca un tipo de porfiria.

Primero fue la leyenda, y luego llegaría el mito. Las leyendas, como relatos de sucesos en los que predomina lo tradicional o maravilloso sobre lo histórico o verdadero, muchas veces parten de una base más o menos real que, posteriormente, es convenientemente distorsionada. Puede que algo de esto haya ocurrido también con las historias de vampiros, los espectros chupadores de sangre.
Según las leyendas populares los vampiros son las almas de herejes, criminales o suicidas, que abandonan sus tumbas por la noche, a menudo bajo la forma de murciélagos, lobos o perros, para alimentarse de la sangre de los seres humanos. Pero durante el día rehuyen la luz del sol, y deben regresar a sus sepulturas o a un ataúd conteniendo tierra de su lugar de origen. Además, según cuentan las leyendas, los vampiros no arrastran su sombra, como hace cada uno de los mortales, ni su imagen se refleja en los espejos.
La literatura ha jugado un papel fundamental en la consolidación del mito del vampiro y, si se trata de buscar antecedentes, algunos autores pretenden encontrarlos ya en ciertos relatos griegos de la antigüedad o en algunos cuentos de Las mil y una noches (R. Gubern). No obstante, los grandes antecedentes literarios son, todos ellos, del siglo XIX.
Uno de los más importantes, sin duda, es El vampiro, de John Polidori, el que fuera médico, secretario y amante esporádico de George Gordon Byron, el poeta romántico conocido como Lord Byron. El vampiro, escrito y publicado por Polidori en 1819 a partir de una idea de Byron, inaugura la literatura sobre vampiros en lengua inglesa. Tanto esta obra como Frankenstein, o el Moderno Prometeo, de Mary Wollenstonecraft Shelley, se gestan al mismo tiempo y en el mismo lugar, imprescindible para el posterior desarrollo de la literatura fantástica: Villa Diodati, la residencia de Lord Byron a orillas del lago Leman, en Ginebra. Allí, en junio de 1816, Byron reúne a un pequeño grupo de amigos a los que, para aligerar el tedio, propone que cada uno escriba un “cuento de fantasmas”. Sólo los dos citados llegarían a la imprenta pocos años después y, a partir de la obra de Polidori, compondría Charles Nodier un melodrama de gran éxito, tanto en Europa como en América.
Otra obra literaria que gozaría de gran favor popular sería Varney el vampiro, publicada por Thomas Preskett Prest en 1847 como un folletín de más de 800 páginas, donde la figura del vampiro toma vida en la persona del malvado aristócrata Sir Francis Varney.
También aparecen un par de vampiros -soga de ahorcado al cuello- en el episodio titulado Historia de Pacheco, dentro de la extrañísima y magnética novela Manuscrito encontrado en Zaragoza, publicada en su versión definitiva en París, en 1813, por el ilustrado conde polaco Jan Potocki. Igualmente Edgar Allan Poe en 1835, en su inquietante relato Berenice, aborda el tema del vampirismo aunque, en esta ocasión, contra lo habitual, la vampira Berenice lleva la peor parte, acabando desdentada… ¡mal futuro para una vampira!.
Aunque, sin duda, las dos grandes obras de vampiros, que han pasado por méritos propios a la historia de la literatura, son Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), y Drácula, de Abraham (Bram) Stoker (1847-1912).
Carmilla apareció en 1872, un año antes de la muerte de su autor, dentro de una colección de relatos largos que llevaba por título In a glass darkly. La obra, sorprendente para esos tiempos, se centraba en las relaciones lésbicas, en tierras austríacas de Estiria, entre dos bellas y jóvenes vampiras. Bueno, una de ellas no tan joven, porque en realidad Carmilla no es otra que la condesa Mircalla de Karnstein… enterrada ciento cincuenta años antes.
Pero la gran obra, la que establece definitivamente el mito del vampiro, es Drácula, que aparece en las librerías el 26 de Mayo de 1897, tras seis largos años de elaboración que darían lugar a la obra maestra del autor irlandés. Bram Stoker, que había leído Carmilla el mismo año de su publicación, a la edad de veinticuatro años, se inspiró abiertamente en el relato de Sheridan Le Fanu para escribir su primera incursión en el relato de terror: El invitado de Drácula. Era una narración corta que sólo se publicó en 1914, tras la muerte de su autor, y sería realmente un anticipo de Drácula, la gran novela ambientada en Transilvania que vería la luz más de veinte años después de escribir El invitado de Drácula. Stoker tomaría el nombre de su personaje del apodo con que era conocido Vlad II, príncipe de Valaquia, una provincia de Rumanía. Era éste un tipo cruel y sanguinario que gobernó en el siglo XV y que, según se cuenta, se ganó a pulso el sobrenombre de “diablo”, que eso significa Dracul en rumano. Parece que la de los Vlad no era una familia muy recomendable, porque a su hijo, Vlad Tepes III -asimismo apodado Dracul-, también se le recuerda hoy… como el mayor empalador de la historia.
El teatro primero, y luego el cine, se encargarían de popularizar -y de alterar- hasta extremos insospechados la obra de Bram Stoker. La primera gran película de vampiros, que además resultó ser la primera obra maestra del cine de terror, fue realizada en Alemania en 1922; se trataba de Nosferatu, el vampiro, una adaptación pirata de la obra de Stoker dirigida por Friedrich Wilhelm Murnau, en la que fueron cambiados todos los nombres de los personajes de la obra de Stoker para evitar el pago de los derechos de autor. Muchos consideran (consideramos) que ésta sigue siendo la mejor de todas las realizadas hasta la fecha.
Otro momento importante del cine de vampiros llegaría en 1931, de la mano de la famosa productora Universal Picture Corporation, con el Drácula de Tod Browning, que tenía al disparatado Bela Lugosi como protagonista. Habría que esperar hasta 1958, cuando la productora británica Hammer Films encarga al director Terence Fisher la realización de una nueva versión de Drácula, para ver otra vez una buena película de vampiros, protagonizada, en este caso, por Christopher Lee en el papel del conde Drácula, y Peter Cushing en el del doctor Van Helsing . El Drácula de Fisher daría lugar a una saga que llegaría hasta los años setenta pero, aparte de la primera, sólo son destacables por su calidad Las Novias de Drácula (1960) y Drácula, Príncipe de las Tinieblas (1966).
Se nombraban al principio una serie de elementos fantasiosos que, a través de las leyendas -y luego de la literatura y el cine-, han definido la figura del vampiro. Pero, además, esas mismas leyendas les han atribuido una serie de características físicas y psicológicas que son las que aquí interesan especialmente. Se ha dicho que los vampiros son individuos demacrados, de tez extraordinariamente pálida, con dientes como de sangre, que huyen de la luz del sol y necesitan sangre perentoriamente; aparte de poseer determinadas pautas de comportamiento, como la agresividad incontenible.
Todo esto ha hecho que, desde la ciencia, se haya tratado de relacionar algunas de las características anteriores con enfermedades bien conocidas. Y no han faltado autores que han publicado sus conclusiones en revistas internacionales de reconocido prestigio, como British Journal of Medical Psychology, donde Seymour Shuster hizo una interpretación psicológica del vampiro. Incluso han aparecido libros, como el del médico Juan Gómez-Alonso titulado Los vampiros a la luz de la Medicina, donde defiende que tales características podrían deberse a una manifestación de la enfermedad de la rabia.
Aunque también es probable que la leyenda del vampiro derive de una enfermedad como la porfiria. Se conocen con el nombre de porfirias una serie de alteraciones genéticas hereditarias, que afectan al funcionamiento de las enzimas implicadas en la formación de una estructura química del organismo denominada grupo hemo. Este grupo es de una importancia vital -nunca mejor dicho- para el funcionamiento de nuestro organismo, pues es el encargado de atrapar el oxígeno del que dependemos. Se trata de una estructura compleja que actúa formando parte de otra estructura superior, la conocida molécula de hemoglobina, la proteína de los glóbulos rojos encargada del transporte de oxígeno desde los pulmones hasta las células del organismo a través de la sangre. En cada glóbulo rojo hay alrededor de 300 millones de moléculas de hemoglobina, y cada una de ellas dispone de cuatro grupos hemo, teniendo, por lo tanto, cuatro lugares de transporte para otras tantas unidades de oxígeno molecular. Casi está de más insistir en la importancia de la biosíntesis del grupo hemo porque, si no se generan estos grupos fundamentales, no hay posibilidad de transportar oxígeno y, si no se producen en la cantidad adecuada, el transporte de oxígeno se ve comprometido.
La molécula de hemoglobina está formada por una parte proteínica, la más voluminosa con diferencia, constituida por cuatro subunidades -que son iguales dos a dos-, y cuatro grupos hemo, de manera que cada grupo hemo se introduce en cada una de las subunidades como lo haría una llave en su cerradura. Quiere decir esto que no sirve cualquier llave para cualquier cerradura. La importancia del entorno proteínico del grupo hemo es tal que, si ese entorno no es el adecuado, la incorporación del oxígeno se verá seriamente dificultada.
Por su parte, los grupos hemo se sintetizan en las células de nuestro organismo a partir de dos productos muy sencillos. Uno de ellos es la glicina, el más sencillo de todos los aminoácidos, los constituyentes de las proteínas. La síntesis del grupo hemo tiene lugar mediante una secuencia de ocho reacciones consecutivas, todas ellas catalizadas por enzimas, unas proteínas altamente especializadas que son las encargadas de llevar a cabo las reacciones que tienen lugar en los sistemas biológicos.
La cuarta de esas ocho enzimas recibe el bonito nombre de uroporfirinógeno III cosintasa, y cuando, por una causa genética (o ambiental), la actividad de esta enzima se encuentra disminuida, comienza a generarse por otra vía un producto que prácticamente no se produce en condiciones normales: el uroporfirinógeno I. Las personas que sintetizan anormalmente este producto sufren de una enfermedad muy rara denominada porfiria eritropoyética congénita o enfermedad de Günther, que se caracteriza por dar lugar a una extrema fotosensibilidad de la piel, por lo que los afectados rehuyen la luz del sol. También, debido a la acumulación de ese producto indeseable -el uroporfirinógeno I- y de algunos de sus derivados, la orina, huesos… y dientes, aparecen teñidos de un rojo sanguíneo. Sus glóbulos rojos se destruyen prematuramente, mucho antes de los cuatro meses que tienen de vida media en un individuo normal, y sus dientes son fluorescentes bajo la luz ultravioleta, debido a los depósitos de porfirinas.
Pero, además, no hay que olvidar que en estos pacientes la síntesis de grupos hemo se ve notablemente disminuida, por lo que tienen un déficit de hemoglobina que se manifiesta en forma de anemia, que les confiere un aspecto pálido y demacrado y hace que (según [A. L. Lehninger], Nelson y Cox) propendan a beber sangre.
Éstos, y algunos otros, son los hechos (de acuerdo a los conocimientos científicos que se tienen a día de hoy). El resto entra directamente en el terreno de la fantasía y la imaginación que, sin duda, están muy bien para escribir novelas extraordinarias y hacer películas estupendas. Pero no sirven, de ninguna manera, para explicar cómo funcionan las cosas, a pesar de lo que nos quieren hacer creer, sobre todo en los últimos años, esa plaga de embaucadores que defienden la existencia de vampiros, fantasmas, espectros, resucitados, extraterrestres, etc., y que, para algunos pícaros, se ha convertido en un lucrativo negocio, favorecido por la permanente sed de maravillas de mucha gente crédula.




Divulgación científica: El mito del vampiro… y la Bioquímica

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