
Todos hemos oído hablar de los vampiros. Hasta los niños conocen perfectamente cuales son sus características gracias a la literatura y, sobre todo, al cine. Lo que no es tan conocido es el hecho de que algunas de esas características coinciden con las manifestaciones de determinadas enfermedades, entre las que destaca un tipo de porfiria.
Primero fue la leyenda, y luego llegaría el mito. Las leyendas, como  relatos de sucesos en los que predomina lo tradicional o maravilloso sobre lo  histórico o verdadero, muchas veces parten de una base más o menos real que,  posteriormente, es convenientemente distorsionada. Puede que algo de esto haya  ocurrido también con las historias de vampiros, los espectros chupadores de  sangre.
 Según las leyendas populares los vampiros son las almas de herejes,  criminales o suicidas, que abandonan sus tumbas por la noche, a menudo bajo la  forma de murciélagos, lobos o perros, para alimentarse de la sangre de los seres  humanos. Pero durante el día rehuyen la luz del sol, y deben regresar a sus  sepulturas o a un ataúd conteniendo tierra de su lugar de origen. Además, según  cuentan las leyendas, los vampiros no arrastran su sombra, como hace cada uno de  los mortales, ni su imagen se refleja en los espejos.
 La literatura ha jugado un papel fundamental en la consolidación del mito  del vampiro y, si se trata de buscar antecedentes, algunos autores pretenden  encontrarlos ya en ciertos relatos griegos de la antigüedad o en algunos cuentos  de Las mil y una noches (R. Gubern). No obstante, los grandes  antecedentes literarios son, todos ellos, del siglo XIX.
 Uno de los más importantes, sin duda, es El vampiro, de John  Polidori, el que fuera médico, secretario y amante esporádico de George Gordon  Byron, el poeta romántico conocido como Lord Byron. El vampiro, escrito y  publicado por Polidori en 1819 a partir de una idea de Byron, inaugura la  literatura sobre vampiros en lengua inglesa. Tanto esta obra como  Frankenstein, o el Moderno Prometeo, de Mary Wollenstonecraft  Shelley, se gestan al mismo tiempo y en el mismo lugar, imprescindible para el  posterior desarrollo de la literatura fantástica: Villa Diodati, la residencia  de Lord Byron a orillas del lago Leman, en Ginebra. Allí, en junio de 1816,  Byron reúne a un pequeño grupo de amigos a los que, para aligerar el tedio,  propone que cada uno escriba un “cuento de fantasmas”. Sólo los dos citados  llegarían a la imprenta pocos años después y, a partir de la obra de Polidori,  compondría Charles Nodier un melodrama de gran éxito, tanto en Europa como en  América.
 Otra obra literaria que gozaría de gran favor popular sería Varney el  vampiro, publicada por Thomas Preskett Prest en 1847 como un folletín de más de  800 páginas, donde la figura del vampiro toma vida en la persona del malvado  aristócrata Sir Francis Varney.
 También aparecen un par de vampiros -soga de ahorcado al cuello- en el  episodio titulado Historia de Pacheco, dentro de la extrañísima y  magnética novela Manuscrito encontrado en Zaragoza, publicada en su  versión definitiva en París, en 1813, por el ilustrado conde polaco Jan Potocki.  Igualmente Edgar Allan Poe en 1835, en su inquietante relato Berenice,  aborda el tema del vampirismo aunque, en esta ocasión, contra lo habitual, la  vampira Berenice lleva la peor parte, acabando desdentada… ¡mal futuro para una  vampira!.
 Aunque, sin duda, las dos grandes obras de vampiros, que han pasado por  méritos propios a la historia de la literatura, son Carmilla, de Joseph  Sheridan Le Fanu (1814-1873), y Drácula, de Abraham (Bram) Stoker  (1847-1912).
 Carmilla apareció en 1872, un año antes de la muerte de su autor,  dentro de una colección de relatos largos que llevaba por título In a glass  darkly. La obra, sorprendente para esos tiempos, se centraba en las  relaciones lésbicas, en tierras austríacas de Estiria, entre dos bellas y  jóvenes vampiras. Bueno, una de ellas no tan joven, porque en realidad Carmilla  no es otra que la condesa Mircalla de Karnstein… enterrada ciento cincuenta años  antes.
 Pero la gran obra, la que establece definitivamente el mito del vampiro, es  Drácula, que aparece en las librerías el 26 de Mayo de 1897, tras seis  largos años de elaboración que darían lugar a la obra maestra del autor  irlandés. Bram Stoker, que había leído Carmilla el mismo año de su  publicación, a la edad de veinticuatro años, se inspiró abiertamente en el  relato de Sheridan Le Fanu para escribir su primera incursión en el relato de  terror: El invitado de Drácula. Era una narración corta que sólo se  publicó en 1914, tras la muerte de su autor, y sería realmente un anticipo de  Drácula, la gran novela ambientada en Transilvania que vería la luz más de  veinte años después de escribir El invitado de Drácula. Stoker tomaría el nombre  de su personaje del apodo con que era conocido Vlad II, príncipe de Valaquia,  una provincia de Rumanía. Era éste un tipo cruel y sanguinario que gobernó en el  siglo XV y que, según se cuenta, se ganó a pulso el sobrenombre de “diablo”, que  eso significa Dracul en rumano. Parece que la de los Vlad no era una familia muy  recomendable, porque a su hijo, Vlad Tepes III -asimismo apodado Dracul-,  también se le recuerda hoy… como el mayor empalador de la historia.
 El teatro primero, y luego el cine, se encargarían de popularizar -y de  alterar- hasta extremos insospechados la obra de Bram Stoker. La primera gran  película de vampiros, que además resultó ser la primera obra maestra del cine de  terror, fue realizada en Alemania en 1922; se trataba de Nosferatu, el  vampiro, una adaptación pirata de la obra de Stoker dirigida por Friedrich  Wilhelm Murnau, en la que fueron cambiados todos los nombres de los personajes  de la obra de Stoker para evitar el pago de los derechos de autor. Muchos  consideran (consideramos) que ésta sigue siendo la mejor de todas las realizadas  hasta la fecha.
 Otro momento importante del cine de vampiros llegaría en 1931, de la mano  de la famosa productora Universal Picture Corporation, con el Drácula de Tod  Browning, que tenía al disparatado Bela Lugosi como protagonista. Habría que  esperar hasta 1958, cuando la productora británica Hammer Films encarga al  director Terence Fisher la realización de una nueva versión de Drácula,  para ver otra vez una buena película de vampiros, protagonizada, en este caso,  por Christopher Lee en el papel del conde Drácula, y Peter Cushing en el del  doctor Van Helsing . El Drácula de Fisher daría lugar a una saga que  llegaría hasta los años setenta pero, aparte de la primera, sólo son destacables  por su calidad Las Novias de Drácula (1960) y Drácula, Príncipe de  las Tinieblas (1966).
 Se nombraban al principio una serie de elementos fantasiosos que, a través  de las leyendas -y luego de la literatura y el cine-, han definido la figura del  vampiro. Pero, además, esas mismas leyendas les han atribuido una serie de  características físicas y psicológicas que son las que aquí interesan  especialmente. Se ha dicho que los vampiros son individuos demacrados, de tez  extraordinariamente pálida, con dientes como de sangre, que huyen de la luz del  sol y necesitan sangre perentoriamente; aparte de poseer determinadas pautas de  comportamiento, como la agresividad incontenible.
 Todo esto ha hecho que, desde la ciencia, se haya tratado de relacionar  algunas de las características anteriores con enfermedades bien conocidas. Y no  han faltado autores que han publicado sus conclusiones en revistas  internacionales de reconocido prestigio, como British Journal of Medical  Psychology, donde Seymour Shuster hizo una interpretación psicológica del  vampiro. Incluso han aparecido libros, como el del médico Juan Gómez-Alonso  titulado Los vampiros a la luz de la Medicina, donde defiende que tales  características podrían deberse a una manifestación de la enfermedad de la  rabia.
 Aunque también es probable que la leyenda del vampiro derive de una  enfermedad como la porfiria. Se conocen con el nombre de porfirias una serie de  alteraciones genéticas hereditarias, que afectan al funcionamiento de las  enzimas implicadas en la formación de una estructura química del organismo  denominada grupo hemo. Este grupo es de una importancia vital -nunca mejor  dicho- para el funcionamiento de nuestro organismo, pues es el encargado de  atrapar el oxígeno del que dependemos. Se trata de una estructura compleja que  actúa formando parte de otra estructura superior, la conocida molécula de  hemoglobina, la proteína de los glóbulos rojos encargada del transporte de  oxígeno desde los pulmones hasta las células del organismo a través de la  sangre. En cada glóbulo rojo hay alrededor de 300 millones de moléculas de  hemoglobina, y cada una de ellas dispone de cuatro grupos hemo, teniendo, por lo  tanto, cuatro lugares de transporte para otras tantas unidades de oxígeno  molecular. Casi está de más insistir en la importancia de la biosíntesis del  grupo hemo porque, si no se generan estos grupos fundamentales, no hay  posibilidad de transportar oxígeno y, si no se producen en la cantidad adecuada,  el transporte de oxígeno se ve comprometido.
 La molécula de hemoglobina está formada por una parte proteínica, la más  voluminosa con diferencia, constituida por cuatro subunidades -que son iguales  dos a dos-, y cuatro grupos hemo, de manera que cada grupo hemo se introduce en  cada una de las subunidades como lo haría una llave en su cerradura. Quiere  decir esto que no sirve cualquier llave para cualquier cerradura. La importancia  del entorno proteínico del grupo hemo es tal que, si ese entorno no es el  adecuado, la incorporación del oxígeno se verá seriamente dificultada.
 Por su parte, los grupos hemo se sintetizan en las células de nuestro  organismo a partir de dos productos muy sencillos. Uno de ellos es la glicina,  el más sencillo de todos los aminoácidos, los constituyentes de las proteínas.  La síntesis del grupo hemo tiene lugar mediante una secuencia de ocho reacciones  consecutivas, todas ellas catalizadas por enzimas, unas proteínas altamente  especializadas que son las encargadas de llevar a cabo las reacciones que tienen  lugar en los sistemas biológicos.
 La cuarta de esas ocho enzimas recibe el bonito nombre de uroporfirinógeno  III cosintasa, y cuando, por una causa genética (o ambiental), la actividad de  esta enzima se encuentra disminuida, comienza a generarse por otra vía un  producto que prácticamente no se produce en condiciones normales: el  uroporfirinógeno I. Las personas que sintetizan anormalmente este producto  sufren de una enfermedad muy rara denominada porfiria eritropoyética congénita o  enfermedad de Günther, que se caracteriza por dar lugar a una extrema  fotosensibilidad de la piel, por lo que los afectados rehuyen la luz del sol.  También, debido a la acumulación de ese producto indeseable -el uroporfirinógeno  I- y de algunos de sus derivados, la orina, huesos… y dientes, aparecen teñidos  de un rojo sanguíneo. Sus glóbulos rojos se destruyen prematuramente, mucho  antes de los cuatro meses que tienen de vida media en un individuo normal, y sus  dientes son fluorescentes bajo la luz ultravioleta, debido a los depósitos de  porfirinas.
 Pero, además, no hay que olvidar que en estos pacientes la síntesis de  grupos hemo se ve notablemente disminuida, por lo que tienen un déficit de  hemoglobina que se manifiesta en forma de anemia, que les confiere un aspecto  pálido y demacrado y hace que (según [A. L. Lehninger], Nelson y Cox) propendan  a beber sangre.
 Éstos, y algunos otros, son los hechos (de acuerdo a los conocimientos  científicos que se tienen a día de hoy). El resto entra directamente en el  terreno de la fantasía y la imaginación que, sin duda, están muy bien para  escribir novelas extraordinarias y hacer películas estupendas. Pero no sirven,  de ninguna manera, para explicar cómo funcionan las cosas, a pesar de lo que nos  quieren hacer creer, sobre todo en los últimos años, esa plaga de embaucadores  que defienden la existencia de vampiros, fantasmas, espectros, resucitados,  extraterrestres, etc., y que, para algunos pícaros, se ha convertido en un  lucrativo negocio, favorecido por la permanente sed de maravillas de mucha gente  crédula.
  Divulgación científica: El mito del vampiro… y la Bioquímica



 
 
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